
Por Yolanda María Mateo Urbano
En el recorrido de la vida, todos pasamos por etapas que marcan nuestra inocencia. Aquellos años donde nuestra mayor preocupación era jugar a las muñecas, interpretar a papá y mamá, o correr hacia nuestros padres para contarles cada pequeña travesura. Eran tiempos donde la confianza y la ternura llenaban los hogares. Sin embargo, hoy esa imagen parece desvanecerse entre la violencia y la indiferencia.
Recuerdo cuando tenía siete años. Soñaba con ser Maestra de Ciencias Naturales; mis días giraban en torno a juegos donde enseñaba a mis muñecas sobre el cuerpo humano y las plantas. Más adelante, cambié de sueño: quería ser una abogada famosa, de esas que defienden con pasión y levantan la voz por la justicia. Jugaba a ser una defensora del bien, sin imaginar que un día ese mismo deseo cobraría tanto sentido.
Hoy, al ver las noticias y escuchar los casos de niñas maltratadas o, peor aún, asesinadas por quienes debieron protegerlas, me invade una profunda tristeza. ¿Qué está pasando con la niñez de nuestro país? ¿Por qué el hogar, que debería ser el refugio más seguro, se ha convertido en el lugar del miedo?
Esta mañana leí un reporte alarmante: el 76% de las niñas son violentadas antes de alcanzar la mayoría de edad. Una cifra que debería estremecer las conciencias, pero que a menudo pasa desapercibida entre la rutina y la indiferencia colectiva.
Es momento de reflexionar y actuar. No podemos seguir observando en silencio cómo se pierde la inocencia de una generación. Cada niña merece crecer con la misma ilusión con la que una vez soñamos: con la esperanza de ser maestras, abogadas, doctoras o lo que deseen, pero sobre todo, libres y seguras.