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Agliberto Meléndez, el soñador que fundó el cine dominicano

Por Darwin Feliz Matos

Santo Domingo, — Este martes 2 de julio de 2025, la pantalla del cine dominicano se tiñó de luto con la partida física de Agliberto Meléndez, un hombre que no solo filmó películas, sino que escribió con su vida el prólogo de nuestra historia cinematográfica. A los 82 años, murió quien fue más que un director de cine: fue un pionero, un combatiente cultural, un visionario capaz de hipotecar su mundo para levantar el sueño de un país sin cine, pero con historias urgentes por contar.

El cine como destino
Nacido en 1942 en Altamira, Puerto Plata, el niño que una vez quedó fascinado ante el cine mudo a los seis años terminó convirtiéndose en la voz más clara del séptimo arte dominicano. A los 17 años fue apresado y torturado por el régimen de Trujillo, una experiencia que marcó su vida, pero que no doblegó su vocación. En su mente, mientras era torturado, se refugiaba en escenas de películas: su primer vínculo emocional con el poder transformador del cine.

Estudió en la Universidad de Nueva York, donde se empapó de la técnica y la mística del cine, pero fue en su tierra donde decidió sembrar esa semilla. A su regreso, el panorama era árido: en más de 75 años, el país apenas había producido un puñado de filmes, con escasos recursos y nula proyección. Para Agliberto, eso no era una sentencia, sino un reto.

El nacimiento de una industria
En 1979, Meléndez fundó la Cinemateca Nacional Dominicana, un espacio sagrado que durante años alimentó el alma de jóvenes cinéfilos y futuros directores. En medio de crisis políticas y económicas, la mantuvo viva casi en solitario, hasta que en 1986 debió cerrarla por presiones del nuevo gobierno. Fue un golpe duro, pero no definitivo.

Ese mismo año, dejaría la dirección de Radio Televisión Dominicana, donde ocupó cargos desde 1982. Con poco más que su fe en el arte y su terquedad, se fue a vivir al campo, cuidó un conuco y diseñó con sus propias manos lo que sería su ópera prima. Hipotecó su casa, vendió lo que tenía, discutió con actores, comió comida china por semanas… pero no se rindió. Así nació «Un pasaje de ida» (1988), el primer largometraje moderno del cine dominicano.

La película, basada en la tragedia real del carguero Regina Express, en el que murieron 22 dominicanos al intentar emigrar a EE. UU., fue un parteaguas. No solo por su técnica, sino por su valentía narrativa. Agliberto no buscó entretener; buscó incomodar, denunciar y provocar reflexión. La cinta fue vista por casi 100 mil personas en salas locales y ganó 14 premios internacionales. Viajó a Londres, La Habana, Cartagena y Nueva York. En el Festival del MoMA se presentó como una de las voces nuevas del cine latinoamericano.

Un cine para pensar
«Preferimos el mango al melocotón», decía Agliberto. Con esta frase, sintetizaba su filosofía: valorar lo propio sobre lo importado. Mientras otros se inclinaban por comedias fáciles, él nadaba contra la corriente. “Hacemos cine para pensar”, decía con serenidad pero sin concesiones. Y lo hizo.

En 2015 estrenó su segundo largometraje, «Del color de la noche», una biopic sobre José Francisco Peña Gómez que, fiel a su estilo, eludió los clichés y trató de acercarse con autenticidad al ser humano detrás del político. Años antes había esbozado proyectos ambiciosos como «1492: La Conquista», narrado desde el punto de vista de los taínos, y «Testimonio», un retrato íntimo del régimen trujillista. Ninguno llegó a filmarse, pero el deseo estaba intacto hasta el final.

Hasta su fallecimiento, Agliberto impartía clases de cine, compartía su experiencia con las nuevas generaciones y planificaba volver a filmar. En 2025 había iniciado la preproducción de una nueva versión de Del color de la noche. La vida no le alcanzó para concluirla, pero su espíritu ya la había comenzado.

Legado vivo
Más allá de sus películas, Meléndez deja una impronta indeleble en la cultura dominicana. Su cine fue resistencia, memoria, espejo. Fue el primero en demostrar que en República Dominicana se podía hacer cine serio, comprometido, humano. Que no todo debía girar en torno al mercado, sino a la necesidad de contarnos, de entendernos, de nombrar nuestros fantasmas.

Agliberto fue también un sembrador de talento. En su equipo de Un pasaje de ida trabajaron jóvenes que luego marcarían la industria, como Ángel Muñiz y Pedro Guzmán Cordero. Entre ellos, también estuvo Pericles Mejía, uno de los pioneros de la crítica cinematográfica, y padre de quien firma esta crónica.

Hoy, República Dominicana despide a su padre cinematográfico, pero el cine que él sembró no ha muerto. En cada proyección nacional, en cada estudiante de cine, en cada historia que se atreva a mirar de frente al país, estará su nombre. No como una firma, sino como un faro.

Agliberto Meléndez, gracias por enseñarnos que el cine no es un lujo, sino un derecho. Gracias por preferir el mango, por soñar en dominicano, por nunca doblarte. Que la tierra te sea leve, maestro.

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